Tarantino
ya hizo justicia con los nazis en “Malditos Bastardos” y los aniquiló a todos (para
deleite del espectador). En “Django” repite: esta vez va a por los impíos
negreros y a por el dueño de la más inmensa de las plantaciones de algodón,
cárcel de esclavos torturados. Tal vez estas dos películas formen parte de una
trilogía que pretenda liberar nuestra memoria de atrocidades e indeseables. ¿A
por quién iremos la próxima vez?
“Django
desencadenado” es de un salvajismo hilarante a la par que espeluznante, como lo
son todas las obras del director. Continente del mejor Tarantino, en “Django”
volvemos encontrar al actor alemán Christoph Waltz como ya lo hicimos en
“Malditos Bastardos”. Entre chorros de sangre magníficamente inspirados en
películas de serie B, el actor no solo lo borda de nuevo, sino que hace encaje
de bolillos con su personaje con un talento innato, parece ser, para encarnar determinados
caracteres construidos por el realizador
norteamericano. En este caso Waltz encarna a un ex dentista que viaja en un desternillante
coche de caballos coronado por una muela gigante. Convertido en
cazarrecompensas, King Schultz es un personaje que gusta de abrigos de pieles,
buenas palabras y tiros a bocajarro, con
tantos ingenio, ironía, templanza y crueldad como tenía el coronel nazi Hans
Landa de “Malditos bastardos”. Por su parte, Jamie Foxx interpreta a un
convincente ex esclavo con ansías de venganza. A ambos les acompaña un elenco
que resulta casi como una gran familia de secundarios entrañables si no fuera
por lo francamente desagradable de la mayoría de sus papeles: un Leonardo di
Caprio, extraordinariamente repugnante en su papel de sádico propietario de la
plantación de algodón, Samuel L. Jackson como caricatura llevada al extremo de negro
puesto al mando de los negros (lo peor que se puede ser), el propio Tarantino
en el pequeño pero no por ello menos despreciable papel de negrero, y Don
Johnson como miembro del Ku Klux Klan en una secuencia francamente divertidísima
(que para regocijo general pinta a los referidos
no precisamente como mentes privilegiadas).
Y
así transcurre la cinta, exagerando los códigos del western norteamericano entre
leyendas alemanas, historia americana y rap. Una obra delirante y
sobresaliente.
Tarantino
vale su peso en oro (que no es poco en esta película). Esta historia lineal (lo
que no es siempre habitual en el director) cuyo único objetivo es la venganza,
no tiene desperdicio. Lo único que se le puede reprochar es tal vez el excesivo
metraje, 165 mn de los que probablemente sobren los últimos tres cuartos de
hora. Sin duda Tarantino se alarga demasiado porque se complace en castigar a
los malos. Dejémosle recrearse.