lunes, 14 de enero de 2013

DJANGO DESENCADENADO ("Django unchained", EEUU, 2012)

“Django desencadenado” comienza al más puro estilo sergioleoniano con créditos de spaguetti western que nos trasladan al sur de los Estados Unidos antes de la Guerra de Secesión, cuando la esclavitud no solo ayudaba a la acumulación de riqueza de los blancos sino que convertía a los negros en diana de las más terribles brutalidades.
Tarantino ya hizo justicia con los nazis en “Malditos Bastardos” y los aniquiló a todos (para deleite del espectador). En “Django” repite: esta vez va a por los impíos negreros y a por el dueño de la más inmensa de las plantaciones de algodón, cárcel de esclavos torturados. Tal vez estas dos películas formen parte de una trilogía que pretenda liberar nuestra memoria de atrocidades e indeseables. ¿A por quién iremos la próxima vez?
“Django desencadenado” es de un salvajismo hilarante a la par que espeluznante, como lo son todas las obras del director. Continente del mejor Tarantino, en “Django” volvemos encontrar al actor alemán Christoph Waltz como ya lo hicimos en “Malditos Bastardos”. Entre chorros de sangre magníficamente inspirados en películas de serie B, el actor no solo lo borda de nuevo, sino que hace encaje de bolillos con su personaje con un talento innato, parece ser, para encarnar determinados caracteres construidos  por el realizador norteamericano. En este caso Waltz encarna a un ex dentista que viaja en un desternillante coche de caballos coronado por una muela gigante. Convertido en cazarrecompensas, King Schultz es un personaje que gusta de abrigos de pieles, buenas palabras  y tiros a bocajarro, con tantos ingenio, ironía, templanza y crueldad como tenía el coronel nazi Hans Landa de “Malditos bastardos”. Por su parte, Jamie Foxx interpreta a un convincente ex esclavo con ansías de venganza. A ambos les acompaña un elenco que resulta casi como una gran familia de secundarios entrañables si no fuera por lo francamente desagradable de la mayoría de sus papeles: un Leonardo di Caprio, extraordinariamente repugnante en su papel de sádico propietario de la plantación de algodón, Samuel L. Jackson como caricatura llevada al extremo de negro puesto al mando de los negros (lo peor que se puede ser), el propio Tarantino en el pequeño pero no por ello menos despreciable papel de negrero, y Don Johnson como miembro del Ku Klux Klan en una secuencia francamente divertidísima (que  para regocijo general pinta a los referidos no precisamente como mentes privilegiadas).
Y así transcurre la cinta, exagerando los códigos del western norteamericano entre leyendas alemanas, historia americana y rap. Una obra delirante y sobresaliente.
Tarantino vale su peso en oro (que no es poco en esta película). Esta historia lineal (lo que no es siempre habitual en el director) cuyo único objetivo es la venganza, no tiene desperdicio. Lo único que se le puede reprochar es tal vez el excesivo metraje, 165 mn de los que probablemente sobren los últimos tres cuartos de hora. Sin duda Tarantino se alarga demasiado porque se complace en castigar a los malos. Dejémosle recrearse.

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